La Inteligencia Emocional

Sitio dedicado al estudio de la inteligencia emocional. Guía para mejorar nuestra salud mental y sicológica, disminuir el estres, aumentar la felicidad y el bienestar.

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LA EDUCACION EMOCIONAL DE LOS MENORES DE LOS MENORES

Publicado por Gonzalo Hernandez |

Consideraciones generales sobre la educación emo-cional de los menores

En la educación emocional de los menores se deben tener en cuenta algunas consideraciones que comentamos a continuación. Con frecuencia se oye decir a ciertos padres que tal o cual hijo, o todos ellos, les ha decepcionado, pues no está respondiendo a las expectativas que se habían formado de él. Probablemente es difícil no formarse expectativas, pero también lo es mentalizarse del hecho de que todos tenemos derecho a ser como somos y de que hay que aceptaren lugar de esperar. Si se acepta, no hay por qué sentir decepción.

Algunos mayores suelen sufrir cuando piensan en los peligros que acechan a sus hijos. A menudo sien ten miedo, cuando no pánico, de que sufran un accidente, un fracaso o cometan algún error y, en su afán de «evitarlo», les agobian con consejos mil veces dichos y con frecuencia mil veces ignorados, logrando una eficacia cero. En otros casos, la influencia de tal actitud por parte de esos padres deriva en hijos que, en lugar de prudentes, son temerosos. Se pretende prudencia y se establece el miedo.

Cuando los adultos observamos ciertos errores, o lo que así nos parece, en hijos o alumnos y los convertimos en aspectos negativos, con cierta frecuencia también recurrimos a la crítica negativa y a la culpabi-lización a fin de corregir y enseñar. Pero los efectos suelen ser otros: disminuye la autoestima del menor y la confianza en las propias posibilidades. Lo mismo sucede ante las comparaciones con otros niños o adolescentes, pues se instala la idea de que no se es capaz de ser o hacer lo que son o hacen los demás, aceptando sin oposición su inferioridad. Es importante recordar que un error no es un fracaso y que equivocarse no sólo es humano, sino también deseable. Gran parte de lo que aprendemos lo hacemos mediante el error. Quizá sea mucho pedir, pero en estricta lógica cabría pensar: «Qué bien que me he equivocado; así podré aprender».

El menor, como todas las personas, necesita sentirse aceptado y respetado en y por lo que es, valorado en sus aspectos positivos, querido y estimado con manifestaciones explícitas de palabra y obra y ayudado en sus necesidades, y no culpabilizado, censurado, reprochado y agobiado.

No hace muchos años era general la idea de que los niños eran ciudadanos de segunda categoría. El adulto era frecuentemente desconsiderado, irrespetuoso y descalificador. Aún hoy, se oyen decir cosas como: «Cuando hablan los mayores, los niños se callan», «¡Tú calla que los niños de esto no entendéis!», «¡Tú calla y vete a jugar!». No nos estamos refiriendo al trato humillante y vejatorio, al que cabe considerar maltrato psicológico; únicamente pretendemos sacar a colación la creencia muy extendida durante siglos de que los menores eran poco menos que tontos y que debían ser tratados como tales. En cualquier caso, la mayoría de nosotros no oímos a los niños decir lo mismo que los adultos. No solemos escuchar a los niños porque son pequeños, más débiles, más jóvenes, están menos informados o simplemente porque no pensamos que puedan decir algo de interés. Incluso asumimos que ya conocemos sus sentimientos. Cierto es que los niños y los jóvenes, por regla general, acostumbran a ser poco empáticos con los otros, pero también es cierto que los adultos podemos ser menos empáticos con los niños que con los adultos. Y menos respetuosos. Y menos tolerantes. Y muy frecuentemente deshonestos.

Queremos que nuestros hijos o alumnos sean honestos, que no nos mientan, que nos tengan confianza. Y lo primero que hacemos es enfadarnos en cuanto nos explican algo que no nos gusta, en lugar de agradecerles la confianza. Luego manifestamos nuestras dudas respecto a su sinceridad: «¿Estás seguro de que fue así?», «¿No fuiste tú...?», «¿Estás seguro de que me dices la verdad?». O incluso mostramos más desconfianza con el típico y absurdo: «¡Confiesa la verdad...!». Yya no hablamos de cuando registramos cajones, bolsillos o diarios personales. Por último, les enseñamos que deben ser honestos afirmando que no se dicen mentiras justo cuando acabamos de decirle que conteste el teléfono y diga que no estamos en casa. Enseñar honestidad con mentiras no es precisamente lo más coherente y honesto.

Los cinco miedos

Los adultos responsables de los menores solemos comportarnos ante ellos movidos por intensos sentimientos y emociones. De forma muy especial los adultos tenemos miedo y, más exactamente, cinco miedos, cinco circunstancias que nos producen un enorme miedo. Nuestra conducta como educadores puede y suele estar muy condicionada por ellos, pese a no tener, en muchos casos, conciencia de tales emociones. En relación con nuestros hijos y alumnos los padres y también los maestros tenemos miedo:

• a los accidentes,

• a los tóxicos,

• a los embarazos no deseados,

• al sida y otras infecciones,

• a la violencia, violaciones y otras transgresiones delictivas.

Conviene ser consciente de ello, ya que el miedo no es un buen acompañante de la educación. Es nuestra educación emocional la que debe mejorar en caso de que observemos que nuestros miedos nos atenazan y nos impiden tomar decisiones.

A la hora de educar es importante tener muy presente que estamos ante un ser humano singular y que tiene todo el derecho del mundo a esa singularidad. Son muchos los padres que afirman sentirse defraudados por sus hijos. Esto suele ser más frecuente al llegar a la adolescencia. Pues bien, si alguien se siente decepcionado es porque se ha formado unas expectativas que luego no se han visto realizadas. No deberíamos formarnos expectativas respecto a los demás, es decir, esperar. Es importante cambiar el verbo esperar por el verbo aceptar. El niño debe sentirse aceptado tal como es. Todos los seres humanos tenemos derecho a ser como somos y a ser aceptados. Educar en ningún momento debe implicar no aceptar.

Algunas pautas

Ante conductas inadecuadas por exceso

Por regla general, ante aquellas conductas y comportamientos que consideremos indeseables por exceso se debe mantener una ignorancia total. No proporcionar respuesta alguna. En otro momento, puede ser conveniente hacer las reflexiones oportunas, sin repetirse, sin culpabilizar y mediante los mensajes oportunos. Como hemos apuntado anteriormente, es necesario reforzar, alabar, reconocer o recompensar los comportamientos adaptados, principalmente los incompatibles con los indeseables.

Ante conductas inadecuadas por defecto

A menudo, en la consulta los terapeutas oímos de-cir aquello de: «Mi hijo es de aquella clase de niños que hay que decirle las cosas cuarenta veces.. Estos comentarios nos llevan indefectiblemente a afirmar: «Mire, señor (o señora), no hay una clase de niños a los que hay que repetir las cosas cuarenta veces, pero sí hay una clase de padres que las llegan a repetir cuarenta veces». Veamos un ejemplo de la vida cotidiana. Usted puede ponerse en la piel de un niño y comprender lo que pasará por su cabeza cuando sus padres le ordenan irse a la cama la primera de las cuarenta veces que inevitablemente seguirán. El pequeño fácilmente puede pensar: «Ya sé que no es la hora de ir a la cama, pues faltan treinta y nueve». Y claro, así sólo se consigue desautorizarse a uno mismo.

Siguiendo con la regla general, hay que tener claro que, ante conductas inadecuadas por defecto, es decir, ante lo que el niño no hace y quisiéramos que hiciera, las consignas no deben repetirse más de dos veces. Y decimos dos por si a la primera no nos ha oído. Si lo que le pedimos al menor es importante, como por ejemplo levantarse de la cama, ir a la ducha, salir de la ducha, vestirse o ir a la cama, la tercera orden no debe darse, debemos hacérselo hacer. Si, por el contrario, se trata de órdenes menores, como que lleve un objeto a la cocina, tampoco hay que insistir. Se deja de insistir. Pero, en nuevas ocasiones, hay que volver a pedírselo a fin de propiciar el éxito, ya que siempre que éste se dé, es decir, siempre que el pequeño obedezca, sea ante consignas importantes o no, se debe reforzar, reconocer y agradecer el cumplimiento.

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