La Inteligencia Emocional

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La hora del Contrato

Publicado por Gonzalo Hernandez |

A cierta edad, a medida que los niños se hacen mayores, los padres suelen desear una mayor implicación en las tareas domésticas y una mayor responsabilidad personal del adolescente o del preadolescente. Este, a su vez, suele necesitar y pedir mayores cuotas de libertad, disponer de dinero o poder tomar un mayor número de decisiones personales. A esa edad es recomendable establecer un pacto, un contrato, a fin de ligar ambas aspiraciones. Algunos padres piensan que sus hijos deben adquirir un hábito de esfuerzo por el simple hecho de que así comprenden lo que cuesta ganar las cosas. Incluso algunas veces los padres apelan a la fuerza de voluntad y se ponen a sí mismos como ejemplos que seguir por la voluntad que ponen en ir a trabajar. Frente a un hijo que no estudia lo suficiente se acude también en ocasiones a este argumento para aumentar la motivación ante el estudio. Pero suele suceder todo lo contrario: el hijo, después de buscar su fuerza de voluntad por los bolsillos y otros escondrijos, llega a la primera consecuencia, es decir, a la conclusión de que no tiene fuerza de voluntad. Segunda consecuencia: disminuye su autoestima. Tercera conclusión: se adapta a la realidad, es decir, «como no tengo fuerza de voluntad no hace falta que me esfuerce». «Nunca seré como los demás» puede ser la última conclusión.

Seguro que los padres que se comportan de esta forma actúan de buena fe. Por lo general, se limitan a decir a sus hijos aquello que también les dijeron a ellos, que «se debe ser responsable y tener fuerza de voluntad». ¿Se aprende a ser responsable por el mero hecho de comprender que así debe ser? ¿O acaso los adultos actuamos siempre con responsabilidad? Lo que se acostumbra a llamar «fuerza de voluntad» en gran medida es necesidad. Si un adulto no va a trabajar, a los tres días está en la calle con todas las consecuencias que ello comporta. Por el contrario, si un alumno un día no estudia no pasa nada o casi nada, pues acostumbra a seguir teniendo el plato en la mesa, la ropa limpia en el armario, etc. Si no estudia durante tres días, tampoco sucede nada especial o casi nada. Pero aún hay más: si no estudia durante tres años tampoco pasa nada y si no estudia en dieciséis años, pues sólo pasan... dieciséis años. Los menores, como los adultos, necesitan una cierta motivación más allá de la comprensión racional. Nadie hace algo por nada. Nadie se esfuerza si no le reporta un cambio beneficioso cuando aún no se ha adquirido el hábito. Luego, una vez conseguido, cumplir con el mismo suele ser suficientemente gratificante.

Un adolescente comentaba que sus padres querían que cada día bajara la basura al contenedor, pero que nunca se acordaba y acababa haciéndolo su madre no sin un gran enfado diario. ¿Por qué debería recordarlo si no lo ha hecho nunca? ¿Comprender que debería ser así ya implica que uno dispone del hábito? Le pregunté si se acordaría de hacerlo si sus padres le dieran 6 euros y me respondió: «Por esa cantidad bajaría la basura de toda la escalera sin olvidarme un solo día». Los beneficios, los reforzadores pueden ser muy diversos y no siempre necesariamente monetarios. Hay muchas personas que trabajan o se esfuerzan en alguna dura tarea sin beneficio crematístico alguno, pero no sin alguna consecuencia positiva para ellos: sentimientos de satisfacción o de utilidad, porque mediante el esfuerzo se aprende algo o por estar cerca de la persona amada. También se da el caso del que hace un esfuerzo y mantiene la constancia para evitar alguna consecuencia negativa, como trabajar únicamente para no pasar hambre o recordar coger el paraguas sólo por no enfermar.

Es el momento de negociar la convivencia, de establecer un contrato motivador de los esfuerzos y de la constancia necesarios para la adquisición de ciertos hábitos. Al tiempo también sirve para indicar al niño o al adolescente el camino para conseguir aquello que desea y que los adultos consideren razonable y no entrar, así, en permanentes conflictos y discusiones por las exigencias mutuas:

1. Ambas partes deben relacionar y especificar sus demandas, procurando que las de los adultos no sean excesivas, pues más vale pocas y que se cumplan que muchas incumplidas. En cuanto a las demandas de los menores es conveniente dejar un margen para futuras mejoras.

2. Definir adecuadamente las condiciones en cantidades, tiempo, lugar, etc., tanto de lo requerido como del beneficio.

3. Establecer las correlaciones esfuerzo requerido-beneficio obtenido.

4. Escribir, imprimir y firmar la aceptación por todos los implicados y colgarla en lugar visible.

Para que los contratos sean eficaces deben cumplir unas condiciones mínimas imprescindibles:

a) Lo que se pide al menor debe ser realizable y no sólo deseable. Debe ser capaz de realizarlo y mantenerlo a lo largo del tiempo.

b) Lo que se ofrece a cambio nunca se debe negar en caso de que el menor haya cumplido con su deber.

c) El beneficio ha de ser suficiente y no excesivo.

d) El beneficio debe ser lo más inmediato posible. Son ineficaces las recompensas a largo plazo.

e) Suele ser recomendable que la recompensa no sea acumulable para no llegar a la saturación.

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